Prokófiev, Rachmaninov, Tchaikovsky eran algunos de los compositores románticos que solía interpretar Yago Mahúgo, un clavecinista y fortepianista de 38 años nacido en Madrid, al que un corto circuito le provocó un coágulo en una de las arterias encargadas de irrigar su cerebelo.
Todo comenzó con un fuerte dolor de cabeza y vómitos. Sorprendentemente en la clínica San Camilo de Madrid le hicieron una tomografía (TAC) que no reveló nada.
Luego un coma, por hidrocefalia (exceso de presión en el cerebro), posteriormente un infarto en el cerebelo que lo deja en un estado crítico, que hace necesaria una craneotomía. Yago aclara sin tapujos: «Dicho con otras palabras: me tuvieron que partir el cráneo y me quitaron un trozo de hueso occipital para poder albergar la inflamación del cerebro».
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Recuperó el conocimiento con «la sensación de que habían pasado sólo pocas horas, cuando en realidad llevaba una semana debatiéndome entre la vida y la muerte».
Manos educadas por la música
Cuando le dieron de alta, se vistió con mucha dificultad, para darse cuenta que sus manos no estaban normales: “El ictus me había dejado medio cerebelo necrosado, y las secuelas afectaban gravemente a la sincronía fina de las manos, a los movimientos concretos, a la coordinación y a los automatismos. Tras años de estudio y preparación en conservatorios de España y Alemania, me habían formateado el cerebro y no recordaba qué movimiento hacer, qué fuerza aplicar, o cuánto pesa una taza en comparación con una silla».
Beethoven, Scarlatti o Bach eran composiciones imposibles para él, pues no podía articular ni una simple escala. Tenía sus manos inánimes, lentas, desobedientes y agarrotadas. Estaba acabado como músico. Recordaba como leer una partitura y conservaba a la perfección las lecciones que impartía en el Conservatorio Teresa Berganza de Madrid.
«Así que una mitad de mí se convirtió en profesor de la otra mitad» dice Mahúgo.
Comenzó nuevamente como un principiante, como un niño con el método Hannon, en su primer contacto con el instrumento. La Fundación Carlos de Amberes lo acogió para dar un concierto, cuatro meses después de su accidente. «No fue lo que se dice ‘un derroche de virtuosismo, pero conseguí superar una barrera, mi particular barrera del sonido» acota con un tono muy realista el músico.
Dice con certeza que la música le salvó la vida y es una prueba de un misterio neurológico. José María Roda Frade, el neurocirujano que lo intervino, afirma categóricamente que solo una vida dedicada a la música —cuya práctica se ha comprobado, que estimula las conexiones neuronales— puede explicar su rápida y exitosa recuperación.
De hecho renació de este terrible golpe y para el artista constante y vital que es, sostiene que: «…al tener que reaprenderlo todo desde el clave, he acabado de sacudirme esos pequeños vicios de mi pasado como pianista».
Por: Marcos Pérez Briñez
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